Relato erótico: «Los muelles delatores»

Todavía tenía en mi mente ese beso húmedo y vicioso que me había dado Pablo mientras esperábamos el taxi. Lo llevábamos deseando toda la noche y, por fin, uno de los dos se atrevió a dar el paso. Así que me fui bien calentita a casa, como supongo que él también.
Ninguno de los dos éramos mucho de WhatsApp, así que los días siguientes hablamos lo justo. Sin muchas florituras, fijamos un día y hora de la semana siguiente para volver a vernos. A mí me gustaba y me gusta ser práctica. Ya habría tiempo de hablar frente a frente.
Puntual como un reloj, ahí estaba él, junto al edificio de la Ópera. No sé si por nervios o qué, mientras me aproximaba, con su cara borrosa en mi cabeza, trataba de recordar qué me había atraído de él, si ahí, de lejos, tampoco se veía un portento. En cuanto llegué a él y a lo largo de la noche, me podría contestar fácilmente: Pablo ganaba en las distancias cortas.
Lo veía sonriente en la barra, con su cigarrillo en una mano y su forma sexy de fumarlo. Odio el tabaco, pero a este chico le sentaba increíblemente bien. Era el bar de unos amigos, así que tampoco podíamos dar mucho el cante, pero ese modo de sonreír y de apartarse el pelo del rostro, me hacía arder en deseos de besarlo. Y realmente él estaba igual porque aprovechaba la mínima ocasión para establecer contacto: su mano con mi mano, con mi pierna, con mis mejillas. Ese mínimo roce me provocaba un estado de ebullición interna.
Se nos hizo más tarde de lo que habíamos pensado y salimos en dirección a mi casa. No hacía falta decidirlo ni discutirlo, ya que, como si previamente lo hubiéramos acordado, ambos andamos en esa dirección.
En un momento, no aguanté más y me lancé a sus labios. En mi cabeza iba a ser un beso corto, solo para quitarme un poco las ganas de él, pero Pablo me envolvió con su lengua y agarró mis nalgas hasta pegarme contra él. Podía sentir el calor de sus manos a través de mis leggins, aunque también cómo algo crecía en su entrepierna. Entonces, empezó a llover y no tuvimos más remedio que acelerar el paso y continuar bajo techo.
Llegamos empapados y empezamos a desvestirnos para liberarnos de la ropa húmeda. De pie junto a la cama, retomamos donde lo habíamos dejado. Me gustaban sus besos: eran devoradores. También, sus manos traviesas y ágiles que, en un segundo, hicieron volar mi sujetador. Sus labios se engancharon a mis pezones mientras yo jugaba con sus cabellos. Me los mordía y tiraba de ellos y me ponía a mil.
Nos tumbamos en la cama y comenzó a besarme por todo el cuerpo. Me quedé boca abajo y sus manos recorrieron mi espalda y mi trasero mientras me chupaba el cuello. En esa postura, indagó en mis profundidades con sus dedos y yo arqueé el cuerpo para facilitarle su travesía. Entonces, noté cómo mis braguitas descendían por mis piernas y su erección se pegaba a mi culo. Yo estaba tan mojada que, en cuanto empujó un poco, consiguió colarse en mi sexo. Me erguí hasta ponerme a cuatro patas y él inició sus embestidas. Los muelles de la cama comenzaron a chirriar al compás de sus penetraciones. Tratamos de ir más despacio, pero él se emocionaba de nuevo y todos los hierros volvían a sonar.
Me aferré al cabecero de la cama y parecía que así los muelles nos daban tregua, no así él, que continuaba embistiéndome desde atrás con intensidad. Yo también me movía a su ritmo hasta sentirla bien dura, bien dentro.
Después, me tumbé del todo, con las piernas cerradas y él siguió follándome por detrás. Me gustaba esa posición, podía notar más su pene y mi clítoris gozaba a cada movimiento. Él iba cada vez más deprisa, ya sin importarnos los inoportunos muelles, hasta que sentí su cuerpo empapado en sudor sobre mi espalda y su miembro perdía fuerza en mi interior.