Relato erótico lésbico: La camarera

La camarera
Se había convertido en una asidua de aquel bar, y no solo porque le pillaba cerca de casa o porque ponían las tapas más grandes, sino porque la camarera era ella. Su pelo largo y rubio, recogido en una coleta alta, y ese escote que siempre acompañaba su pedido, la volvieron loca desde el principio.
Le gustaba ir después del trabajo con sus compañeros a tomarse unos vinos. A decir verdad no prestaba mucha atención a las conversaciones anodinas de estos. Ella prefería mantenerse callada y observar, a lo lejos, esa soltura que tenía manejando la máquina del café. Aún no lo sabía, pero ese día marcaría un antes y un después entre ellas.
Salió un momento a la calle para hablar por teléfono. Cuando terminó de hablar, se giró y la vio a ella, fumando. Al cruzar sus miradas, se dio cuenta de que le estaba tendiendo la cajetilla de tabaco para que cogiera uno. Por un momento no pensó que fuera para ella, pero allí no había nadie más.
Con suma sensualidad, le encendió el cigarro. Era la primera vez que la veía tan cerca y también la primera que se fijaba en sus ojos en detalle, atiborrados de un buen pegote de rímel. La camarera le comentó que acababa de terminar el turno, que estaba hastiada de aquel trabajo, que tenía ganas de encontrar su lugar en el mundo.
La vio tan brutalmente sincera y desencantada que se sintió como en una de esas películas malas, en las que la protagonista sueña con una vida mejor y con huir y, de repente, conoce a quien puede hacerlo posible.
De repente, volvió a sonarle el móvil, pero, cuando colgó, ya no estaba. Entró, cogió su bolso y se dirigió al aparcamiento para irse a casa. Curiosamente, el coche que estaba junto al suyo era el de la camarera y, aún más sorprendente, ella estaba en él, tecleando en su smartphone. Le hizo un gesto para que entrara en el vehículo.
Se había cambiado de ropa y llevaba una falda sin medias. Sus piernas eran finas y parecían las más suaves del mundo. Su rostro estaba iluminado solo por la pequeña pantalla del teléfono y su coleta le caía con mucha gracia en su hombro derecho.
– Te voy a confesar algo, aunque después quiera que me trague la tierra- expuso, mientras le apartaba la coleta y se acercaba a ella. No hizo falta que dijera nada, pues la camarera también parecía sentir lo mismo.
Las dos mujeres dejaron que sus labios se expresaran, pero no precisamente con palabras. Se besaron lento y suave mientras sus manos exploraban el cuerpo ajeno. Por fin podía sobar esos pechos que habían rondado su mente en tantas ocasiones mientras se autocomplacía. Eran grandes y sus manos a duras penas podían abarcarlos por completo. Le levantó la camiseta y disfrutó de ellos con su lengua. Lamer sus jugosos pezones la encendió mucho más.
Mientras se deleitaba en sus tetas, sus intrépidos dedos buscaban el tesoro entre sus piernas. Su falda había dejado de ser un obstáculo real y con tanta agitación, lo único que tenía que apartar era un finísimo tanga negro.
Cuando comenzó a masturbarla, la camarera estaba ya muy mojada, por lo que su dedo corazón podía entrar y salir de ella sin ninguna dificultad. Esta separó también las piernas y dejó que la camarera también hurgase en su sexo.
Sus alientos excitados invadieron el interior del vehículo, mientras las chicas dejaban su placer en las manos de la otra. Sus besos y jadeos controlados dieron paso a sendos orgasmos en aquel aparcamiento que se hacía cada vez más oscuro y solitario.
Se pusieron el cinturón y la camarera arrancó. Aquello no podía quedarse solo en aquel coche.
Andrea B.C.