Del amor al odio y viceversa

Mi historia con Leo comienza como otras tantas: compartiendo piso. Alto y rubio de ojos azules, la verdad es que no era mi prototipo, aunque objetivamente no estaba tampoco mal. Fui la última en llegar al apartamento y él se encargó de darme un caluroso recibimiento. Los primeros días transcurrieron con bromas en la cocina y miraditas cada vez más cómplices. Me gustaba su sentido del humor y su sonrisa permanente. En ese sentido, mi carácter es muy parecido, así que congeniamos enseguida.
Ya desde esa primera semana me apetecía acostarme con él. Cada vez que salía de su habitación con su pelo enmarañado y su pantalón de pijama ligeramente caído, me parecía más sexy. La conexión y confianza entre los dos era poco a poco mayor, pero ello también tenía sus consecuencias. Es más, me percaté de lo irascible y malhumorado que podía llegar a ser en ocasiones. Por lo visto, yo tenía, aun sin pretenderlo, el don de sacarle de quicio. Nuestras discusiones daban paso a reconciliaciones y estas a nuevas discusiones. Sin ninguna duda, lo que necesitábamos era echar un polvo.
Una noche, cada uno en su habitación, nos empezamos a wasapear.
– ¿Qué haces? ¿No sales hoy?- me preguntó.
– Tocándome y pensando en ti, jajaja- respondí.
– ¡Voy!
Segundos más tarde estaba tocando mi puerta. Desde la cama, con el portátil sobre las piernas, le grité que pasara. Tras unas bromas fáciles acerca de la conversación, decidimos ver una peli en su cuarto.
Su habitación era casi un congelador, así que no dudé un segundo en meterme bajo el nórdico. Él, más caluroso, haría lo mismo, aunque, en los primeros 5 minutos de película, me pidió permiso para quitarse los pantalones. Lo de la peli lo habíamos hecho otras veces, pero aquella noche él estaba como muy cariñoso, metiendo su mano entre mis piernas, acariciándome la cara, el escote, arrimándose demasiado…
En cuanto aparecieron los créditos finales, apoyó el portátil sobre su escritorio y se tumbó de lado en dirección a mí. Nos empezamos a besar como locos, explorando nuestras bocas como si de una asignatura pendiente se tratase. Se puso de rodillas sobre la cama y me agarró de la cintura para que me sentase sobre él. Sus dedos hábiles me desabrocharon el sujetador y mi camiseta voló hasta aterrizar en el suelo. Me sobó las tetas mientras nuestras lenguas seguían a lo suyo.
Se tumbó en la cama. Yo me quité las bragas y le bajé los calzoncillos. Emergió su miembro erecto que, a continuación, desapareció en mi boca. Enganché suavemente sus testículos con la mano mientras se la comía. La respiración de Leo cada vez era más agitada.
Me senté sobre él y él sujetaba mi cadera para mover mi cuerpo sobre su pene a su antojo. Mordía mis pezones que se cernían sobre su rostro. En un rápido giro, quedé bajo él y continuó penetrándome con nuestros jadeos como testigos. Con las piernas sobre sus hombros podía sentir cómo su polla llegaba hasta el fondo de mi ser, taladrándome sin descanso.
A cuatro patas recibí sus últimas embestidas, profundas y recreándose. Caímos sobre la cama, un poco distantes el uno del otro.
– Me gusta como besas- me dijo él.
– Tú tampoco lo haces mal- contesté yo.